Guaymallén

 Yo creo que fue en Guaymallén, Mendoza, en alguna de las vacaciones de verano allá por el 2004. Finalizaba el periodo de clases y se comentaba en la cena sobre hacer un viaje en la F100 de papá, una amarilla impecable. Queda sólo en el recuerdo porque el motivo no eran las vacaciones, sino, venderla o permutarla por un campito que había visto de pasada y se aquerenció. 


la cosa fue que averiguó quién era el dueño con unos baqueanos del almacén; lugar arruinado con el aspecto todavía de pulpería, los estantes oxidados algunos, las latas, la balanza, el viejo que atendía aún con el mismo delantal puesto de hace cincuenta años, calculo. Una antigüedad espantosa y a la vez cargada de historias, supongo, parte del lugar. Andá a saber si ahí no se disputó el amor de alguna paisana, o si a alguno le cortaron una oreja mintiendo al truco. 


Yo me imagino que si Borges hubiera conocido ese boliche, seguramente le dedicaba algún relato inventado de esos que empiezan "fue un verano en Mendoza, me lo contó un escritor amigo del cual...", porque Borges era muy mentiroso. 


El asunto fue que encontró al dueño, un viejo de esos bien gauchos: bruto, con las manos duras, las uñas mugrosas, la piel gruesa y la barba con la grasa de todos los asados del año (este y el pasado). Y lo re cagó me parece, porque le sacó mano a mano el campo por la F100 amarilla. Le dejó la casita y en el fondo un caballo viejo,esa era la condición. Tenía que dejar que se quede el caballo con el cuidador viviendo ahí. 


"No se preocupe por nada, el Pánfilo no jode ni pide nada, se conforma con la changa que le dé. Y por el caballo tampoco se aflija, está muy viejo, ya se va a morir", le dijo a Quique, mi viejo.


Yo que en mi reputa vida había vivido en el campo y mucho menos había tenido un caballo lo miraba fascinado, a los dos. Para mí era Martín Fierro el viejo. Usaba facón (una cuchilla larga como una daga), bombacha y botas de trapo. Tenía dos camisas en el tiempo que lo conocí: una de trabajo color azul y otra para salir los sábados, celeste. También era hombre criado en el campo como el antiguo dueño, pero este era un poco más joven, a decir unos cuarenta años.


La cosa es que se entendían de maravilla los dos. Sabía y conocía todas las mañas del caballo, que después supe que se llamaba "Bebote". Le puso así —me contó un sábado en pedo— porque caminaba medio chueco por una enfermedad en las patas y parecía un bebé. O yo le entendí eso, en mi defensa digo que si sobrio no se le entendía mucho, en pedo menos. 


La anécdota no fue el viaje o la compra deshonesta de mi papá o algún romance mío con una paisanita, no, ya les anticipo que no a los que esperan sexo en el monte o algo por el estilo. Lo que me quedó grabado en la retina de ese verano en Guaymallén en la estancia "La Buenaventura" fue el día en que murió Bebote. 


Yo estaba recorriendo el campo por la tarde cuando en la distancia los vi a los dos echados, el Bebote y Pánfilo. Tenía la daga en la mano; el animal ya no respiraba. 


"No pude patrón", me dijo, "lo dejé que se fuera solito. Ya estará con Dios". 


Estaba muy viejo. Nunca había visto llorar a un hombre, ese día Pánfilo lloró. A los tres días también se murió.

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